«Recordándote»

“One, two… one, two”… (Tu dulce voz resuena en mi cabeza)

Aún recuerdo la primera vez que vi a Maka. Acabábamos de poner en marcha el proyecto y habíamos hecho un llamamiento a las aldeas vecinas para que vinieran aquellas mujeres que estuvieran interesadas en trabajar para nuestro grupo de reciclaje. Y allí, entre unas 20 mujeres, estaba ella: una niña con apenas 11 años de edad dispuesta a trabajar como la que más.

“One, two… one, two”… (Tu risa suave se cuela en mis recuerdos)

Su madre la había enviado para que aprendiera un oficio, y nosotras, con nuestra mente de europeas blancas recién aterrizadas montamos en cólera porque esa niña no tendría que estar allí, tendría que estar estudiando. ¿Qué clase de madre tenía?.

“One, two… one, two… venga, ¡tú puedes!”… (más risas se cuelan)

Y nos fuimos a la aldea a conocerla, para hablar con ella, para ponerle los puntos sobre las íes, sin saber que estábamos a punto de conocer a una de las personas más bellas de nuestras vidas. Salió ella todo lo pequeñita que es desde su desvencijada casita de makuti, sosteniendo a Ibrahim en brazos, con una sonrisa en la cara más grande que toda ella. Madre orgullosa, llevando a su bebé de 4 meses solo piel y huesos. Y nos contó su historia. Y nos rompimos con ella.

“One, two… one, two… -¡No puedo!- sí, ¡claro que puedes, tienes que poder!”… (también se cuelan lágrimas… muchas)

Su marido la había abandonado, no sin antes haber casado por la fuerza a su hija mayor cuando tenía apenas 12 años a cambio de algo de ganado, no sin antes quedarse de brazos cruzados cuando secuestraron a su otra hija también menor de edad para casarla por la fuerza, no sin antes dejar a su mujer al borde de la muerte en el hospital con un embarazo de alto riesgo. La debería de haber abandonado antes. De hecho, lo mejor es que jamás la hubiera conocido. Pero no fue así, y lamentablemente gracias a él tuvimos el privilegio de poder compartir todos estos años con ella.

“One, two… one, two”… (si cierro los ojos, aún siento el calor de tus pies huesudos entre mis manos)

Es complicado aprender a coser, mucho más cuando lo único que has hecho en la vida es cortar leña y parir hijos. Pero Fatuma aprendió, le costó mucho, pero aprendió. Recuerdo como si fuera ayer coger sus pies entre mis manos para marcarle el ritmo en el pedal de la máquina. One, two, one, two… Fatuma, venga que puedes, que tienes que poder, sí o sí. Y vaya si pudo. Porque a las mujeres cuando se les da una oportunidad, pueden. Porque si confías en ellas, ellas acaban confiando en sí mismas. Y entonces son capaces de todo. Son capaces hasta de levantarse en mitad del poblado y gritarles a los jefes de su tribu que nadie más tocará a sus hijas, que nadie más se las llevará para casarlas por la fuerza.

Fatuma no solo aprendió a coser, aprendió a quererse, a valorarse, a ser dueña de su vida y su destino. Y lo transmitió a sus hijas e hijos, y nosotras aprendimos también de su fuerza y de su dulzura a partes iguales, de lo que significa ser una buena madre, una buena amiga, una buena compañera, una buena persona. Porque Fatuma era todo eso y mucho más.

“¿Recuerdas, Fatuma? One, two… one, two… – Síííí!!-“… y nos reímos siempre mucho recordándolo, y en mi memoria queda su recuerdo, sentada en la cama, con la mirada tranquila, diciendo que se iba a poner bien y que vendría a visitarnos a España. Y nos miramos por última vez, yo en la puerta, ella en la cama, sabiendo que sería la última vez.

Descansa en paz, dadangu. Daima utabaki moyoni mwangu.

 

Autora: Lola Serra